Me encuentro completamente a oscuras, en el centro de nada. Sé que existo, pero podría estar flotando en el espacio, porque no tengo otra sensación que la de
ser. Me pregunto si tendré ojos y descubro que están, pero que no hay nada que ver. Voy tomando conciencia de mi cuerpo, de mis pies, apoyados sobre una superficie (luego ya no sólo
soy, sino que
estoy), de unas manos que no veo, del pecho que muevo al respirar (ah! hay aire).
La luz debe de moverse despacio en este sitio, porque ahora empieza a llegar a mis ojos, en forma de estrellas, débiles y lejanos puntos directamente sobre mí. Siento el aire en mi cara, luego debo de estar
fuera, giro la cabeza para orientarme. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y veo una colina, mis pies se acostumbran a
existir, y notan el cosquilleo de la hierba húmeda de la madrugada.
Ahora, una luz que casi me ciega, tras la oscuridad. Estoy en un campo, lleno de flores blancas que reflejan la luz de la luna, que parece tan cercana que tengo la sensación de poder tocarla sólo con estirar mi mano. Decido sentarme, luego tumbarme, en la hierba. Dejo que la luz de la luna me bañe y respiro despacio, porque no me esperan en ningún sitio (ni siquiera sé si existen otros sitios), porque aquí no tengo control, y no lo quiero.
Pasan segundos, puede que horas. La luna sigue su recorrido por el cielo y la veo desaparecer tras una sombra lejana (existen montañas?). Pero no todo vuelve a ser oscuro, porque la luz de todas las estrellas y galaxias llega hasta mí, con una intensidad abrumadora. Miles de millones de puntos de luz, de mundos enteros, de infiernos de fuego y hielo, de belleza encantadora, de explosiones violentas y silenciosas. Reconozco estrellas y las llamo por su nombre, observo el paso de la galaxia ante mis ojos... y, en medio de ese silencio, empiezo a sentirme adormecida, mis ojos se cierran...